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LIBROS DE MI CORAZÓN


A Cañizares, un conocido futbolista del Valencia CF, tras salir del baño, le cayó el frasco de colonia en el pie desnudito y le machacó un dedo, ¡terrible dolor! A un conocido mío, que andaba con chanclas por casa, le cayó el tomo 48 (de PU a QW) de la Espasa en el pie y también le machacó un dedito. Queda visto que no hace falta ser famoso para sufrir accidentes domésticos. Yo, riesgo por riesgo, la verdad, me quedo con el de la lectura, sin desechar, eso sí, un poco de ejercicio diario. Aclarado esto, entremos ya en materia.

Pedro, un alumno al que le daba clases particulares de BUP, allá por el año 1990, me dijo una tarde:

-Toma, ¿lo quieres?

-Pero... ¿por qué?, ¿tú no lo quieres? -le contesté, extrañado.

-Es que yo... ya lo he leído -me respondió con total naturalidad.

El libro era El camino, de Miguel Delibes (nada que ver con ese otro Camino, de san Ivá de Balaguer). Y el chaval pensó bien, ¿para qué iba a tirarlo al cubo de la basura?

La diferencia entre una lata de Pepsi light y un libro es que, una vez consumidos, la lata se tira y el libro se guarda... o se regala.

El amor por los libros se manifiesta de muchas maneras; pero, sobre todo, leyendo, subrayando, sacando ideas, tomando notas, haciendo resúmenes, sacando fichas, intercambiando opiniones... Y ese amor recurre tanto a los grandes almacenes como a las bibliotecas públicas, pasando por las librerías de lance, de viejo o de ocasión... para ojear, pedir información, encargar, comprar o incluso robar... Sí, porque la libido sciendi (el apetito de conocimiento) es, a veces, tan fuerte que nos empuja a robar ese libro que... Y es que hay amores que roban; ahora, ¡peores son los amores que matan! Venga, seamos sinceros, ¿quién no ha robado un libro en su vida? Quien esté libre de culpa, que eche... un vistazo a su pasado. ¡Qué tiempos aquellos en que se robaba para leer! Hoy, en cambio, simplemente se roba, se copia, se plagia, se intertextualiza sin entrecomillar o se habla de oídas.

Pero vamos a ver, ¿puede alguien llegar a ser un experimentado cocinero sin haber roto nunca un plato? ¿Y puede alguien llegar a ser Ministro de Cultura, pongamos por caso, sin haber robado nunca un libro? No se fíe usted, avispado lector, de quien jamás sucumbió a semejante tentación.

En febrero de 1977 realicé una exposición de fotografía-pintura en la Sala C.I.T.E. (frente al Parterre). Rafael Pons -que dirigía la galería- me contó, hablando sobre lo divino y lo humano, que un conocido suyo estaba muy cabreado, porque de la biblioteca del instituto donde trabajaba habían desaparecido varios libros. Rafael Pons -hombre, por cierto, de espíritu mundano y excelente conversador- prosiguió: "Los libros, a fin de cuentas, se reponen, y si los chavales han robado los libros es porque querían leerlos; otra cosa, sería que los hubieran robado para, después, venderlos". Aquello, naturalmente, me hizo reflexionar: Cuando uno carece de comida, roba para comer; cuando uno carece de libros, roba para leer.

A propósito, ¿no sería lógico bajar un 10% el precio de aquellos libros que ya no devengan derechos de autor? ¡Qué gran librero era Amadeo Robles Beltrán, militante del POUM, exiliado en París y recientemente fallecido!

El amor por los libros va más allá de esas insípidas colecciones monocromas, con lomos de oro fino... para lucirlos en el ojal de la superlativa sapiencia. Y hay lomos que, sin ser de oro fino, ocultan una caja de caudales con las joyas más pijas de la familia y/o la cartera de valores de algún chiringuito financiero. Aunque también hay quien prefiere ocultar la caja de seguridad tras un bonito cuadro, bonito pero falso, claro. ¡El caso es denostar y corromper el arte y la literatura! En fin, parafraseando a Zola: ¡Qué granujas son las personas respetables!

El amor por los libros pasa por tener que leer, cada día y de pie, un capítulo de ese libro tan maravilloso, en la correspondiente sección de libros de unos grandes almacenes. Hay que echarle temple, ¿no creen? Y cuando, por fin, concluyes felizmente el libro, ¿no sientes ganas de salir corriendo para regalárselo a la persona que más quieres? Además, cuando se roba un libro, generalmente se oculta en un lugar muy íntimo (pecho, bajo vientre, cadera...), con lo que, en pocos minutos, el libro va perdiendo ese olor a nuevo (papel y tinta) para recoger efluvios más personales: el libro pierde su virginidad, de acuerdo; pero gana en humanidad. De hecho, los libros eróticos -por su continuo manoseo- son los que más humanidad rezuman. ¡Oh, divino calorcito que me chupa hasta los huesos...!

Pero vamos a ver, ¿en qué libro pone que robar un libro sea delito, falta o pecado? Está bien, está bien... seamos prácticos: ¿Qué pena o castigo, sanción o multa se le puede imponer a un joven que roba un libro? Por lo pronto, ¡que lo lea!, y si no, que no lo hubiera robado. ¿Y cómo sabremos que ha cumplido con su deber? Pues leyendo el resumen que ese joven ha realizado sobre el libro. Muy bien, y ahora, ¿qué hacemos con el bendito libro? Pues si el resumen entregado ha sido satisfactorio, el joven que robó el libro se reserva el derecho de regalárselo a quien desee; en caso contrario, el libro vuelve a la estantería donde reposaba.

Ése -inducción al robo-, y no otro, pudo haber sido el verdadero motivo por el que Sócrates -que, por cierto, no nos dejó ninguna obra escrita- fue acusado de pervertir a la juventud ateniense, por lo que acabó sus últimos días comiendo pescaíto frito con cicuta, en una solitaria playa del Egeo.

Está bien, está bien... siempre hay soluciones menos abruptas, como por ejemplo fotocopiarse el libro. Pero, claro, resulta que eso sí está expresamente prohibido por ley. En fin, inventan la máquina para fotocopiar y después no te dejan fotocopiar, ¡pues vaya gilipollez! A mí -que conste-, me importa un bledo si alguien se fotocopia un libro mío; a fin de cuentas, con lo que saco de los derechos de autor, ni siquiera me permito comer pescaíto frito con alquitrán, en una atiborrada playa del Mare Nostrum (i Mare de Déu!).

Lo curioso del caso (y no de El Caso) es que, como comunidad autónoma, los valencianos vamos a la cabeza en violencia doméstica (¡crímenes pasionales!) y paralelamente vamos a la cola en índice de lectura (por decirlo de forma fina: un 45% no acostumbra a leer libros), ¡qué hermoso! ¿Mucha televisión?, ¡demasiada! Según un estudio, publicado en la revista Science y realizado por investigadores de la Universidad de Columbia y del Instituto de Psiquiatría de Nueva York, "los adolescentes que ven una hora o más de televisión cada día son más proclives a cometer actos agresivos al llegar a la veintena". (Fuente: El País, 29-3-2002.)

Contra quienes postulan que sólo se ha de leer por placer, recordarles que la libertad sin disciplina, deviene en holgazanería. Ah, y eso sin mencionar que España es el segundo país de la Unión Europea con mayor fracaso escolar: el 28,3 % de los alumnos abandona los estudios, según la Eurostat, Oficina de Estadística de la Unión Europea. ¡Oé, oé, oé, oeeeeé!

Un último dato. El neurólogo García Yébenes señala como ejemplo lo que se ha pueso de manifiesto con el Alzheimer: "la frecuencia de la enfermedad, antes de los 65 años, es 165 veces menor en personas que han hecho una carrera universitaria que en personas sin estudios." Lo dicho: hay que leer, hay que estudiar. Y, naturalmente, hay que conceder más becas.



Luis Sánchez / febrero de 2002

(publicado en Corondel, nº 11, diciembre de 2002, pp. 22 y 23)

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